domingo, 22 de octubre de 2023

Una lata de duraznos



Hace un calor de mil demonios. Renuncio al dulce frescor del ventilador y vengo al garaje a fritarme como un huevo en la sartén solo para poder fumar un par de cigarrillos mientras escribo. 

Es un fetiche. Dicen que malo para la salud. Y quienes lo dicen supongo que no tienen ningún vicio que pasa por medicamento solo porque lo venden en la farmacia, ni usan elementos para ritualizar sus procesos creativos. 

Me puse ácida. Lo siento, es que tengo calor. Es que cada día me pongo más Gata Flora con “lo que dicen”. Cada día afino y entreno más mi sentido del discernimiento para poder indicarme con tranquilidad “esto sirve para mi vida, es valioso”, “esto es pura basura superficial sin pies ni cabeza”

Apareció repentinamente una mariposa en el garaje. Curioso. Sincrónico. 

Tengo muchas amigas, algunas incluso terapeutas holísticas que insisten en que yo debería dejar de fumar. Está bien. Entiendo sus argumentos. Los encuentro válidos. Válidos en el contexto en el que ellas los sitúan. 

Pero MI contexto es mi contexto. Mi realidad no solo abarca mi esfera física. Mis procesos creativos tienen elementos rituales: a la mañana el cuaderno y el mate. Por la tarde, una sesión de lectura mientras meriendo, con un bloc de notas a la mano. A la noche reflexión del día, revisión de mis tareas, tres cigarrillos y otra sesión de lectura. 

Las brujas tienen su arsenal de ingredientes y herramientas. Yo soy una bruja millenial, citadina y sudaca. Escribir es un ritual mágico, y como todo ritual que se precie posee sus componentes básicos. Dado mi contexto, uso lo que tengo a mano. Todavía no aprendí a cazar murciélagos ni extraer dientes de los cocodrilos. 

Podría obligarme a abandonar los cigarrillos que yo misma me armo con el mejor tabaco que consigo. Podría reprimirme tan severamente que haría de la abstinencia una tortura mental, física y espiritual. Pero emprendería esa acción porque lo dicen otros, no porque yo quiera. Y no quiero dejar de fumar. Punto. 

Situándome en la visión panorámica de mi vida, observo que me hice mucho más daño físico pensando y sintiendo porquerías por prestar excesiva atención a lo que dicen otros. Estoy a unos meses de cumplir cuarenta. A peligrosamente poco de que mi marido me cante la de Ricardo Arjona. 

A contemplar el tiempo como un regalo mientras la de la guadaña me respira en la nuca susurrándome que haga algo valioso, con sentido. O al menos que disfrute de la estancia. Todos decimos cosas todo el tiempo, pero las que verdaderamente importan son las que nos decimos a nosotros mismos. 

Y cuando volteamos la cabeza para escucharnos por primera vez ya no queda espacio en la RAM del cerebro para procesar lo que están diciendo los demás. Es una operación aritmética perfecta. O te escucho a vos o me escucho a mí. Y no es personal ni de la mala leche. Es solo una cuestión de prioridades. 

Solo escuchándome primero puedo luego ofrecerte un oído honesto cuando me lo pidas. Y lo haré encantada, porque estoy en paz, con mis asuntos en orden, disponible para escucharte de verdad. 

Desde que abrimos los ojos hasta que nos arrebujamos en nuestras camitas nos asedian (literalmente) con información de todo tipo y color. Ya uno raras veces se va y busca lo que quiere encontrar. No hace falta. Llega al teléfono en la forma de una barra flotante llena de notificaciones. Se abre una red social y ahí está el feed abarrotado de pensamientos ajenos, la mayoría de personas que ni conocemos. 

¿A qué prestarle atención entonces? ¿Nos sorprendemos todavía de que este mundo sea un auténtico loquero? ¿Cómo conjugar la voz interior con la miríada de voces que no buscamos y sin embargo nos encuentran igual para hablarnos y hablarnos durante horas acerca de cosas que ni siquiera sabemos que no nos interesan? 

Bueno, con los cuarenta pisándome los talones y la de negro azuzándome con su guadaña estoy aprendiendo a cerrar puertas informativas. A medida que voy ganando experiencia en este jueguito de simulación, también voy reconociendo qué puertas directamente no hay que abrir. 

Estas últimas y peligrosas puertas emanan una energía muy particular. Así como los instrumentos eléctricos empiezan a fallar en las proximidades del Triángulo de las Bermudas, igualmente mi brújula interna se vuelve loca al rozar el electromagnetismo de las Cajas de Pandora que pululan por la web. “Run”, dice mi voz interior y empieza a sonar la musiquita de los memes. 

Y corro a mi cuaderno. A mi refugio confortable. A mi fortaleza inexpugnable. 

Mi corazón vive ahí, en una casita de madera que está un poco más allá, tras las murallas que cercan las aguas del afuera. Cuando voy llegando desde el mundo exterior cargada de latas vacías y bochincheras, que es toda esa información chatarra que consumí mirando reels de Instagram, mi corazón me escucha a kilómetros. Hago tanto ruido ¡¿qué no me va a escuchar?! 

Entonces pone una pava en el fuego para prepararme un tecito dulce y caliente que ya está listo cuando abro la puerta de la casita. Que más que casita es un santuario, suelo sagrado. En él me descalzo y entro desnuda. 

No puedo llevarme adentro las latas. Entonces las escribo. Escribo en mi cuaderno. Inventarío cada lata, cada pedazo de chatarra que cargué conmigo al llegar. 

«La de salsa de tomate, al cesto.» Y escribo: “Fecha: 22 de octubre de 2023, tiré salsa de tomates al cesto. Procedencia: reel de Instagram. Impresiones: usó un audio de Tiktok para hacer su performance, lo típico. Producción, muy buena. Iluminación, genial. Notas: me gustó el vestuario, pero copió lo que hizo fulano de tal en el reel tal que vi la semana pasada. Cero originalidad. Me hizo reír sí, agradecer esto en la reflexión nocturna". 

Y continúo: «La de palmitos con reggaeton, ¡puaj! Vacía como esos ruidos extraños que promocionan haciéndolos pasar por música. Al cesto. Ensalada de frutas con cerezas, qué rico, lástima no tiene ni siquiera una gota de almíbar. ¡Oh! ¿Qué es esto? ¡Una lata de duraznos sin abrir! ¡Está llena!» 

A veces encuentro una lata con contenido dentro. Mi corazón me permite pasar con ella. Es más, saca el dulce de leche de la heladera, me alcanza una cucharita y sonríe al verme comer los duraznos con tanto disfrute. 

Con los cuarenta llegando y fumando como chimenea sin intención alguna de abandonar el hábito, sólo tengo clara una sola cosa: no quiero ser una lata vacía más, un pedazo de chatarra más en un mundo virtual contaminado de basura superficial donde la IA tiene más personalidad que un individuo promedio y los gatitos de Karen poseen más derechos que los seres humanos. 

Quiero ser una lata de duraznos, y que el corazón de alguien más le permita entrar a la casa con ellos. Que quien me lea se coma mis frutos con deleite. Que si los comparto es por expreso pedido de mi corazón. 

Así sucedió hoy. Inventariaba latas en las páginas matutinas de mi cuaderno. El corazón me miró con los ojos chispeantes. «Te tengo una misión» anunció con solemnidad. Yo lo miré divertida. Adiviné el resto. 

Podía visualizarlo incluso: voy a tener que llevar la compu al garaje y morirme de calor. Menos mal que es domingo y no me pongo tareas los domingos porque las próximas cuatro o cinco horas me va a hacer escribir como loca y no voy a tener cabeza ni resto del cuerpo para hacer nada más. Cómo siempre que abro algún procesador de textos guiada por él, no voy a tener idea de qué escribir. Hasta que de repente, ¡zas! me sorprenda con algo inesperado, hermoso, emotivo y empiece a llorar de alegría. 

Corazón es así. Su voz es tan dulce que me hace llorar. Me llena de amor. Dice cosas profundas. Cosas que están en mí, pero me las olvido en el mismo sitio donde me detengo a mirar el brillo obnubilante de una lata o de un espejito de color. Al ocupar mis manos para recoger la chatarra, termino arrojando al suelo aquello que siempre supe y es valioso para mí. 

Corazón guarda los tesoros que suelto por sostener las cosas del cotidiano devenir y me los devuelve en el momento que más lo necesito. Solo tengo que acudir al santuario. Solo tengo que abrir mi cuaderno y allí están todos juntos. 

«Usá este tesoro: escribí sobre el valor de escribir» dijo. 

Ok, pero primero voy a vueltear hablando de mi negativa a dejar de fumar y de paso me prendo un pucho. Dedicaré unas líneas a quejarme del calor, y de que me voy a hacinar en ese horno solo por hacerte caso. 

Y especialmente voy a hacer hincapié en lo increíblemente feliz que se volvió mi vida desde que te escucho. 

Revisar cada lata, el sonido que produce al ser golpeada, los colores de sus etiquetas y cómo me siento con cada una al sostenerla en mis manos, me dio la valentía para desechar todas las vacías, sin culpas. 

Cuando camino por ahí y veo una lata igual a alguna que ya haya inventariado, pienso dos veces antes de recogerla. Ahora voy más ligera de equipaje. Renuncié al estatus de cartonera...

«Muy bien. Vas a escribir para publicarlo. Compartirlo.» dice Corazón.

«Hoy te toca ser lata. Yo me ocupo de llenarte con los duraznos».
 




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2 comentarios:

  1. Como siempre!! La magia está ahí!! Sigue intacta!! Me encantó!! Lo de las latas es casi como saborear los caramelos que te quedan en la vida!!

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    1. Tu comentario me sale anónimo pero creo que tengo una idea de quién puede decir estas cosas tan lindas... 😉

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