Los domingos son melancólicos.
Los domingos nacen con un ritmo diferente y se extienden en sus veinticuatro horas como un ebrio perezoso con demasiada resaca para abrir los ojos.
Los domingos son dormilones por un motivo, estoy segura. Aparecen con una dolorosa lentitud y se deslizan gateando por el tiempo, aletargándolo. Entre un minuto y el siguiente, hay una fisura en el tiempo que solo puede advertirse en este día en particular, y no en los demás días de la semana.
En esa fisura, ese hueco, en ese hoyo de tiempo sin tiempo, podemos vernos a nosotros mismos, desnudos sin roles ni máscaras. Podemos ver la verdad de las cosas, y la verdad siempre es dolorosa.
De lunes a viernes puedo decirme que todo está OK. Que la vida va perfecta. Los sábados quizás me divierta un poco. Quizás también me embriague otro poco, para no pensar.
Pero en domingo, no puedo escapar de mí misma, ni de mis verdades dolorosas. Cuando advierto la fisura en el tiempo, me veo. Y al verme, no me alcanzan las manos para taparme los ojos.
Mi primera reacción es decir: domingo de mier**. O en su versión más amable: domingo de miércoles. Pero el día no tiene la culpa. El domingo nace con un ritmo diferente y mantiene ralentizado el tiempo porque su cometido es que me mire, ejercite la instrospección obligada, y me vea sin las estúpidas fachadas de lunes a viernes.
Y la melancolía, bueno. Esa es de mi cosecha.
Por supuesto en un día como hoy, todos mis temores emergen a la superficie. Algunos son tan absurdos que dan risa. Otros tienen feroces colmillos y pareciera que van a comerme. Otros se visten con sábanas blancas y simulan ser fantasmas.
La vocecita que más pavor me dio este domingo fue aquella que susurró: que tu afan de mercader no te lleve a olvidar cómo ser artista. Todos los pelitos de la nuca se me erizaron del terror. Si fuera católica me persignaría echándome encima una botella de agua bendita. "Vade retro, Satanás".
La línea es tan delgada. Los límites están desdibujados.
Es cierto que tenía que tomar una decisión dificil respecto a mi arte y la tomé. No podía continuar con titánicas jornadas laborales de catorce horas a cambio de cuatro pesos y dos likes en Instagram. Era absurdo. Me estaba quemando. O empezaba a ganar dinero o seguía con mi arte de manera íntima y privada.
Es inevitable que siga tejiendo, escribiendo y cantando. Esas actividades son mi naturaleza. Soy una artista, tenga o no público que aplauda. Pero exponerlo en las redes, estar presente para responder comentarios, y mensajes (a veces pedidos y exigencias, que también hay de eso), me drenaba el tiempo. Me estaba consumiendo lentamente. En un momento, a principios de agosto del año pasado, creí que me iba a morir si no detenía la vorágine del teléfono, la computadora y las malditas notificaciones.
Por supuesto, sentí la urgencia de ponerle un alto al sufrimiento. E inicié una serie de acciones drásticas: algunas orientadas a cobrar por mi tiempo productivo, otras, para evitar hábitos que me hacían perderlo.
El entrenamiento de doce semanas del libro El Camino del Artista, fue determinante para definir nuevos límites, y aprender a encontrar tiempo de calidad para seguir haciendo arte.
Este camino también acarreó pérdidas. Algunas personas movían la cabeza con perplejidad frente a mis nuevas actitudes. Me salí de todos los grupos de Whatsapp. Empecé a poner horarios para responder en los chats. Me aislé socialmente porque necesitaba con desesperación volver a conectar con lo lúdico y mágico de mí. Ya no estaba tan disponible como antes. La primera vez que dejé un mensaje sin responder (por intrascendente) lo sentí como un acto de rebeldía y triunfo.
Entendí que tenía dos caminos: o mandaba todos mis proyectos al demonio, o los monetizaba. O tenía un emprendimiento, o no lo tenía. Si continuaba con el "todo gratis", emprendimiento no era, y entonces no valía la pena seguir enfocando energía en ello. No tener tiempo para salir a caminar por la tarde, era grave de verdad. O tenía una vida, o no la tenía. Simular tener una vida por pasarme el día en las redes, era un autoengaño.
El temor empezó a aparecer cuando me dí cuenta que para monetizar, tenía que vender y venderme. Vender no tiene mucho que ver con hacer arte. Y esa era la cara catastrófica de la moneda.
"Hola, soy Cecy Gauna, artesana y autora de Diario de una Artesana, una obra de resignificación de nuestro oficio, un mensaje de autovaloración del artesano moderno".
¿Sí vendí libros haciendo copywriting? ¿Funcionó? Sí, por supuesto. Vendí libros, y patrones de amigurumis con historia. También me vendo como profesora de técnica macramé. Sí, funciona. Pero la línea es tan delgada, y los límites están tan desdibujados que temo caer en el abismo. Los domingos tengo pavor de olvidar cómo ser artista cuando tengo que ocuparme en ser una buena mercader de mi obra. Desearía que fuera más fácil.
No. En realidad, desearía no tener que hacerlo.
Desearía olvidarme un mes entero del teléfono y la computadora para zambullirme en esa manta de colores que tejo en mis ratos, a regañadientes, libres. Son libres porque me obligo a desaparecer del mundo. Son libres porque silencio el teléfono y me repito como un mantra que nadie se va a morir en mi ausencia. Que no tengo que andar apagando fuegos ajenos ni luchando causas que no son mías. Que esa maldita necesidad de facilitarle la vida a los demás, por muy de buen samaritano que luzca, no me lleva adónde en realidad quiero ir. Capear la culpa de no ser la nena buena y aprender a ser asertiva diciendo: No, no quiero/no me apetece hacer eso/no me interesa/no está alineado con mi propósito de vida/no me conduce a mis sueños.
Aprender a ser una buena egoísta. El verdadero altruismo es egoísta ¿lo sabían? Yo lo descubro ahora. Ayudar anónimamente a alguien por el gozo y el placer de hacerlo, es mucho más genuino que llevarlo a cabo para que los demás lo vean. Ayudar porque me hace sentir egoístamente bien. Porque puedo hacerlo. Porque QUIERO hacerlo. No porque es lo que se espera de mí. A la miércoles los domingos, cuidar la imagen y la solidaridad coercitiva de buen cristiano. Estoy harta.
Desearía que mi obra se venda sola. Porque es buena. Porque soy una obsesiva del trabajo apasionado y bien hecho. No por mi habilidad para acomodar las palabras de tal manera que suenen bien y "enganchen".
Desearía no temer y simplemente seguir siendo una artista que hace arte de cualquier cosa, de un domingo con fisuras como hoy, de un dilema existencial como ¿tengo un emprendimiento o no lo tengo?, de una canción infantil que se convirtió en amigurumi, de un instante que quedó capturado en el lente de mi cámara.
Desearía no vivir con tanta incertidumbre, pero eso es imposible si quiero continuar haciendo arte: un buen artista se nutre de la incertidumbre cotidiana. Como dice Julia Cameron: la creatividad es un acto de fe. Apoyar mis manos en el teclado, sin tener ni la más remota idea de qué ideas van a surgir o qué palabras voy a escribir. Simplemente no lo sé. Me entrego al ejercicio y que sea lo que Dios quiera.
Que me importe una mier** lo que no me tiene que importar. A la miércoles las fachadas de lunes a viernes.
Por eso los domingos son melancólicos y duelen. Escuecen y sangran. Rompen en mil pedazos todas las máscaras.
Porque son auténticos. Como un borracho que siempre dice la verdad. Como el niño artista que todos llevamos dentro y no conoce dimensión del tiempo.
Desearía que todos mis domingos fueran de miércoles, y los miércoles fueran domingo.
Así puedo mirarme el alma desnuda sin taparme los ojos. Aprender a sentirme cómoda con el egoísmo de amarme más a mí misma. Amar mi desnudez y vulnerabilidad. Hacer arte por el placer de hacerlo, sin preocuparme de que sea vendible o no.
Desplazarme lenta y silenciosamente por cada segundo de mi vida, como hacen los domingos una vez a la semana: se deslizan por el día como agua derramada sobre la mesa. Mojar mis segundos, mis vivencias, experiencias e instantes, con disfrute, gozo y alegría.
Desearía ser domingo, con fisuras verdaderas que me identifiquen, ebria de arte y eternamente niña.
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Egoísmo....que palabra fuerte!! Que muchas veces cuando lo ejercemos le duele al otro y nos lo enrostra...pero sin embargo sin egoísmo...sin aprender a querernos y entendernos nosotros mismos muy poco podremos brindar y empatizar con el otro..sublime tu introspectiva..muchas veces me duelen los domingos pero nuncalo habia pensado de esa perspectiva..
ResponderBorrar"Mal llamado egoísmo" digo siempre. Amor propio me parece que define mejor el concepto. Pero en este mundo del revés, lo que es bueno para uno, pareciera ser socialmente aceptado como una ofensa colectiva... Coincido Sil, si no nos damos primero, no tenemos nada que brindar a los demás... primero hay que llenar el cuenco.
BorrarGracias por tus palabras y por leer este post cuanto? Tres veces ya? jajaja! ¡te quiero mucho!