martes, 24 de abril de 2018

Gestionar mi vida y fracasar en el intento




El post de este mes iba sobre otro tema, que nada tiene que ver con lo que voy a escribir hoy. Es más, el texto ya lo tenía prácticamente terminado. Solo faltaban un par de párrafos y ya.

Ahora bien, ¿Porqué no terminé de escribir el post que tenía programado para este mes? Y acá nos vamos metiendo en el tema de esta entrada, la de ahora, surgida desde la desesperación misma de no saber como gestionar mi propia vida -con sus múltiples facetas- sin sucumbir en el intento.
El post de hoy es acerca de los malabares que hago durante el día, la semana y los meses para poder cumplir con todo lo que se refiere a mi diminuta empresa.

No hace falta estar al frente de una multinacional para sufrir el estrés de llevar adelante una empresa. Es más, creo firmemente que los directores de multinacionales tienen los recursos suficientes para delegar todo el trabajo en sus empleados, mientras ellos juegan al golf o toman daiquiris en las playas del Caribe.

No. No hace falta ser un empresario ejecutivo para estresarse. Con una pequeña compañía, de una sola empleada, trabajando como freelance -como en mi caso- ya se padece el acelere de querer cumplir con todo y no llegar. El tiempo es tirano y la frustración que acarrea causa estragos. ¡Ay, la frustración! ¡Ay, fastidiosa emoción que me nubla el entendimiento!

Debido a una serie de eventos desafortunados en el lapso de dos días, uno tras otro, como dice el dicho: "como chachetada de loco"; casi obligadamente llegué a la conclusión de que así no podía seguir. Entonces me dije: ¡Paren el mundo un par de horas, que me voy a sentar a escribir!

Y aquí estoy. Me voy a reír de mí misma en las próximas mil palabras, invitándolos a que se procuren su bowl con pochoclos. Acompáñenme a a revivir esta triste historia: la de la artesana que colapsa porque hace de todo menos artesanías, y como cumple tantos roles, está a punto de estallar.

Todo comienza con "Érase una vez, en un pais lejano..."

Y la introducción no es tan errada si tenemos en cuenta que Argentina se encuentra en el orificio anal del mundo. No en el centro, no al norte, sino bien abajito del globo terráqueo. En fin, olviden la metáfora, es demasiado escatológica hasta para mi gusto.

Todo comenzó cuando descubrí que munida de unos buenos tutoriales de la web, podía hacer de mis blogs algo maravilloso y digno de ver. Un lugar virtual visualmente estético y con buen contenido en donde la gente se sintiera a gusto pasando su tiempo. No sólo por aportarle información de valor, sino también por ser agradable a la vista.

En el caso de este Diario, digamos que no es ¡wow! que información de valor que brindo a la gente, ni por lejos, pero convengamos que me leen porque nunca saben con que ocurrencia les voy a salir al siguiente párrafo, si me voy a poner chistosa, o seria, o les voy a hacer pensar.

En última instancia, mi yo más verdadero siempre emerge en las líneas que escribo. De alguna manera que no podría explicar, sienten la cercanía de un ser humano que vive las mismas experiencias que todos ustedes. En algún punto, logro empatizar con mis queridos lectores y parece ser que vale la pena perder diez minutos de sus preciosas vidas para ver qué de nuevo escribió la loca de los muñequitos de crochet.

Volviendo a los blogs. Y de paso agradezco a Mónica Lemos de Blogger Paso a Paso por el valioso contenido que publica de manera gratuita. Y aclaro que esto no es marketing de afiliados, ni nada por el estilo. Mónica no me paga por recomendarla, que ni siquiera sabe que la estoy mencionando. Lo hago porque después de haber navegado tanto, la información que encontré en su blog es la que más me sirvió. Realmente vi resultados aplicando las instrucciones de sus tutoriales.

Cuando entendí que podía cambiarlo todo en las plantillas de mis blogs, rediseñarlos, y dejarlos lindos, tuve la genial idea de crear un nuevo blog. Un nuevo blog significaba una nueva fan page en Facebook, verificarlo en Search Console, darlo de alta en Analytics, publicar diariamente y recompartir en las demas redes sociales, indexar entrada por entrada, registrarlo en Adsense, colocar nuevas sitemaps, corregir errores, hacerle SEO, y unas cuantas cosas más que hasta me da fiaca mencionar. 

Estaba tan emocionada por volver a hacer lo del diseño todo desde cero, con el objetivo de compartir patrones gratis de amigurumis para mi audiencia, que no me detuve a pensar en que sería una nueva carga de actividades extras a mi ya abultada agenda, repleta de quehaceres y tareas inherentes a Aramela Artesanías y al Diario de una Artesana.

No. No lo pensé. Solo corrí tras mi objetivo como un caballo desbocado. No pensé en que me podía ir tan bien que no iba a dar abasto con todo. Porque la verdad es que no sólo el nuevo blog va bien, todo lo demás empezó a crecer de una manera en la que no estoy preparada para hacerle frente. Más seguidores en todas mis redes, más suscriptores, más audiencia. Más gente esperando mi próxima foto, mi próxima publicación, mi siguiente escrito. ¡Es una gran responsabilidad!

Mi sueño de "no ser invisible" se está volviendo realidad, pero yo no estoy a la altura de estas nuevas circunstancias.

Y fue así como mis días empezaron a transcurrir entre alarmas y notificaciones: hacer tal cosa, hacer tal otra, publicar en tal lado, recompartir en tal otro, nuevo mensaje de cliente potencial: ¿Cuánto me sale este muñequito? ¿Me lo podés tejer para ayer?

Y la lista de pedidos en crescendo: once pedidos, doce pedidos, ¡quince! Y acomodándolos en el calendario: para comenzar en mayo, junio, julio... ¡Lo siento! Sólo te puedo tomar el pedido para comenzar en agosto.

Publicar dos post por día en el nuevo blog, recopilar nueva información, escribir texto mensual del Diario, terminar trabajo ya mismo, sacar fotos, editarlas y programarlas para el lunes en la página de Aramela Artesanías; recompartir en los grupos, responder comentarios como: ¿Me pasarías el patrón? Y yo bostezando:  Justo arriba de la foto, en la descripción tenés el link al patrón... (Dios santo, ¿Podrían leer? ¿POR-FA-VOR?); elegir fan pages para recomendar, entrevistar a sus propietarias, escribir texto, programarlo para el sábado...

Esperen, esperen... no describí ni la mitad de mis tareas semanales. Lavar los platos, un clásico diario indispensable. Lavar la ropa, una vez por semana. Baldear los pisos, cada dos días. Recoger los juguetes desparramados por la casa, cada diez minutos. Llevar y traer a mi hijo del jardín, dos horas -en especial cuando se empaca como mula y no quiere seguir caminando-. ¡Ahh!  También leer el tutorial de cómo añadir botones de Pinterest a las imágenes de los blogs. Crear flayers. Encontrar imágenes en bancos, subirlas al compresor, eliminar las originales para no confundirme, descargarlas, renombrarlas, subirlas al editor de Blogger. Eliminar fotos y archivos para que no me llenen la memoria del teléfono. Tejer... ¿tejer? ¡Uy cierto, tengo que tejer!

Jugar con mi hijo ¿Tengo hijo yo? ¡Ahh! Si mal no recuerdo, creo que di uno a luz. Hola nenito ¿Cómo te llamás? Sos muy lindo, ¿Dónde está tu mami? Por esa mirada que me estás lanzando empiezo a comprender que yo debo ser tu mami. ¿Cómo se llama tu mami? ¿Soy yo? ¿Y cómo me llamo yo?

Al día siguiente volver a empezar todo otra vez. Dos post en el nuevo blog, armar el estudio, sacar foto y editarla para Instagram, devolver likes, investigar los hashtags de mi nicho, hoy toca editar un tutorial o grabar un video para Youtube y...

Hasta que me topé con un muñeco que me encargaron del que no tenía patrón, solo un dibujo de Google Images como referencia. Hasta ese momento, pese al ajetreo diario todo iba más o menos bien.

Primeros siete días: pies, piernas en tapestry, cuerpo gordinflón. No se ve tan mal. El único problema es que va a medir un metro de largo cuando lo termine. Haciendo cálculos a grosso modo la circunferencia de la cabeza tendría que tener ciento dos puntos de diámetro, en centímetros, quince de ancho. ¡Una guasada de grande para una cabeza!

A empezar un segundo muñeco, con todo lo que eso implica: volver al tapestry que no me simpatiza, porque eso de cambiar de color sólo se me da bien si corto el hilo y comienzo un nuevo color. Los cambios dentro de una misma ronda casi siempre dan como resultado un enredo de hilos que no haría ni un gato entrenado en bolas de la lana experto en molestar a su dueña.

Segundos cinco días, ya me empezó a embargar el tedio y el fastidio de haber tejido y desatado quichicientos millones de veces. Todavía falta la chaqueta, la cabeza, el cigarro en la boca, los pómulos, barbilla, nariz, orejas, el sombrero, el monóculo, el bastón y la pelota de fúlbol.

¿Qué estoy tejiendo? Un gordito que pretende ser un millonario vestido de frac, muy parecido al personaje del juego Monopoly, pero que lleva una banda roja atravezada en el pecho porque representa la camiseta de un equipo de fúltbol argentino, exactamente el equipo antagónico del que yo soy simpatizante. Muñequito al cual mi marido que es hincha de mi equipo, quiere prender fuego al menor descuido de mi parte, porque dice que no debería estar tejiendo un muñeco para el club contrario aunque me pagasen mil dólares por él.

Alegué en mi defensa que soy una profesional y no puedo andar reparando en esas rivalidades futbolísticas cuando de mi trabajo se trata. Y que el crochet no tiene un sólo color, sino todos. Todos los modelos de amigurumis son bienvenidos a mi viña siempre y cuando consiga tejerlos.

Que no estaría siendo precisamente mi caso, porque las formas de ese gordito son un verdadero desafío. Muchas piezas, muchos detalles, muchos colores, pelito y adornos complementarios.

La cuestión es que encontrarle la vuelta a esas reviradas formas me ha dado hasta insomnio. Nada bueno puede salir de mi cuando tengo sueño, estoy cansada y se me atrasan las tareas previamente programadas.

El primer síntoma de que todo se me estaba yendo al demonio en estos dos fatídicos días fue cuando estaba mirando mi novela en el celu mientras tejía y de repente se abrió el asistente de Google sin que yo tocara la pantalla. ¿En qué puedo ayudarte?, dijo la voz de la gallega. ¡En nada!, le grité. Cerrate ya mismo que estoy mirando El Sultán y se murió Hurrem. ¡¿Cómo me vas a cortar el velorio así?! 

No pasó mucho rato hasta que mi teléfono empezó a volverse completamente loco: las aplicaciones se abrían solas, los botones y el táctil no responían. Lo primero que pensé fue: Es un flor de virus. Saqué la batería del teléfono, lo prendí, lo analicé con el antivirus, pero nada. No se han encontrado amenazas, decía la pantalla. Bueno, si usted dice, será por algo ¿no?

Más tarde, creyendo que todo había vuelta a la normalidad, intenté programar publicaciones, pero lo único que veía al abrir Facebook era la ruedita girando. La página no cargaba. Bien, puede ser Internet que esté un poco lenta. Le pedí a mi marido que reiniciara el módem como un millón de veces, pero la cosa seguía igual. Me puse a borrar fotos, videos y archivos para liberar la memoria. Nada. Mi celular seguía respondiendo con la precipitación de una tortuga anciana, sin dientes, y renga transportando un fardo de veinte kilos de hojas de lechuga mantecosa en su caparazón.

Y en esa faena me encontraba, impaciente y nerviosa cuando alguien golpeó las manos a modo de timbre en la puerta de mi casa. Por cierto, días antes había desconectado el portero para que los pequeños vecinitos del barrio, adictos al ring raje no me interrumpieran cada cinco segundos, tocando y huyendo. Mi marido dice que voy camino a convertirme en la futura "Bruja del 71" de la cuadra, dejando cartelitos de amenaza para los mocosos al lado del timbre o esperándolos con una escoba en la mano a que toquen para cazarlos in fraganti... Pero esa es otra historia.

Al escuchar el timbre de manos, me asomé por la ventana y vi a un Jesucristo de melena corta y harapiento que intentaba contarme su vida, y acerca de la enfermedad que padecía. Que estaba recaudando dinero para...

-Dale que estoy apurada. ¿Qué vendés?

-...-me miró extrañado.

-¿Qué vendés?

Generalmente no suelo ser tan maleducada, al contrario, soy un dechado de dulzura, no obstante, es admirable lo bélica que me pongo cuando el teléfono enloquece, Internet agoniza, no me sale lo que intento hacer y además llega Jesús.

-Tomates- respondió.

-¿A cuánto?

-Cuarenta pesos.

Abrí mi monedero. Nada de cambio. Bajé las escaleras con un billete de cien pesos.

-No tengo cambio, amiga. Sólo te puedo dar veinte pesos de vuelto.

-¡¿Quéeee?! ¿Ochenta mangos los tomates? ¿El doble? No, gracias.- me di la vuelta para entrar a mi casa, pero Jesucristo me lanzó una mirada de perro mojado digna de un Óscar.

-Bueno. Esperame acá. Me voy a vestir y salgo a buscar cambio- y de paso a comprar los puchos, claro.

Me cambié la ropa, me peiné y salí para el kiosco, que por cierto, estaba cerrado. Le pregunté a la vecina de al lado si por esas casualidades de la vida tendría cambio. No tenía. Me dirigí al otro vecino. Tampoco. Bueno, ya fue. Lo siento, Jesús.

En ese preciso momento, hizo su primer milagro a la distancia: la persiana del kiosco comenzó a levantarse. Compré los cigarrillos, y volvía a casa a toda velocidad cuando me interceptó mi vecina Zaida preguntándome adonde iba tan apurada. Estuve tentada de responderle que Jesucristo había tocado mi puerta y estaba acudiendo a su llamado, pero no tenía tiempo para explicarle el chiste. Después te cuento, le grité mientras me iba.

Llegué a casa, le di cincuenta pesos a Jesús, el me entregó una bolsa de plástico y se fue. Subí las escaleras, cerré la puerta tras de mí y abrí la bolsa para colocar los tomates en la heladera. Dieciseis tomates: dos, efectivamente fueron a la heladera. Los otros catorce estaban tan podridos y amohosados que ni para hacer salsa servían. Lo que juré y perjuré por la cabeza de ese Jesucristo urbano, ¡no se dan una idea!

Más tarde, fui a buscar a mi hijo al jardín. No estoy muy segura de que bicho le picó, pero me condujo, so amenaza de pataleta berrinchosa, a que fuéramos por el camino más largo. Ok, nenito. Caminemos entonces, le dije; porque en ese momento prefería demorarme en llegar a casa, que soportar un escándalo de llanto en el medio de la calle. Cómo cambiamos de ruta, no pasamos por el kiosco de siempre a aprovisionarnos de los caramelos diarios. Mary, la kiosquera, siempre nos da veinte por diez pesos. El kiosco alternativo en el que paramos sólo nos dio diez caramelos por el mismo importe. No sólo hoy me vieron la cara, sino que tampoco queda margen para comerme los caramelos de mi hijo.

Finalmente llegamos a casa. Este mal día lo tengo que afrontar con ayuda etílica. Estoy nerviosa, las cosas no me salen, me ven la cara de boba, soy la única persona en el mundo que le regala dinero a Jesucristo... Fui a la heladera, miré de reojo los tomates sobrevivientes y me abrí una lata de cerveza. Para descomprimir, claro. Generalmente no bebo entresemana, pero era un día extraño. Me abrí la segunda lata y me fui a la cama.

A la mañana siguiente, arranqué el día rompiendo dos platos que resbalaron de mis manos al apoyarlos en la mesada de la cocina. El estruendo hizo saltar a mi hijo, yo pegué un respingo asustándome el doble que él al notar que dos grandes pedazos de vidrio fueron a parar a escasos milímetros de su muslo derecho, por fortuna, sin tocarlo. Lo llevé rápido a la habitación a calzarlo con zapatillas cuando recordé que había dejado la leche calentándose en el fuego. Le puse una sóla zapatilla y fui corriendo a apagar la hornalla. Mi hijo vino tras de mí, calzado de un solo pie. ¡¡¡No vengas que hay vidrios rotooos!!! ¡Uy la leche! ¡No vengas, te dije! ¡Se hierve la leche! ¡Andá a la pieza ya mismo!

Le dí su leche e intenté volver a la cocina a barrer los pedazos de vidrios rotos, pero él me tomó del brazo y me hizo señas de que me quedara con él. Suspiré hondo y le acompañé mientras tomaba su mamadera.

Rato después, me senté al fin a tomar mi mate y descubrí hormigas caminando arriba de la mesa. Al tratar de alejarlas me golpeé un dedo contra la pared, rompiéndome una uña. Con una mano, tomé el pote de azúcar, alzándolo como si fuera un trofeo, y con la otra espantaba hormigas con un repasador. ¡Con mi azúcar no, malditas! ¡El azúcar para mi mate, nooooo!

Por la tarde, y con la intención de despejarme un poco, salí a procurarme hilo para tejer la cabeza del gordinflón. Al volver, descubrí que el color salmón que había adquirido era excesivamente oscuro en comparación con el color piel que ya tenía y que no me alcanzaba para terminar la cabeza del gordito millonario.

Improperios, maldiciones, resoplar, salir a la terraza, fumarme un pucho, pensarlo mejor. De pronto recordé que no había escrito los textos que debía programar para el sábado, tampoco había recompartido los nuevos posts de Amigurumislandia. Miré la hora, me quedaban treinta minutos hasta la salida de mi hijo del jardín. Ya no me daba el tiempo para volver al centro, menos para recorrer laneras buscando el color salmón adecuado. Vamos a suponer que el gordito se tomó un par de whiskys on the rocks y por eso su tez está más colorada. Y por favor, basta. ¡Paren el mundo que me voy a sentar a escribir!

No me voy a abrir otro par de latas de cerveza como ayer, y menos a treinta minutos de buscar a mi crío, ¿Qué van a pensar las maestras? ¿Qué lo llevo a clases para emborracharme tranquila en casa mientras ellas cuidan de mi hijo?

Y aquí estoy, escribiendo como intento gestionar mi vida con mi trabajo artesanal, y cómo fracaso en el intento. Porque sé muy bien que todos estos contratiempos -incluído el Jesucristo de los tomates podridos- los causé yo: atiborrándome de tareas, quehaceres y colapsando con estrépito.

Por Ley de Atracción soy yo misma quién genera las cosas indeseables que me pasan. Si pretendo encontrar un culpable, sólo tengo que colocarme delante un espejo. Si hubiese estado interiormente en paz, a lo sumo, hubiesen golpeado las manos los mormones o los testigos de Jehová para venderme la idea de la Buena Nueva a cambio de mi alma; no frutas podridas por dinero.

Jesucristo habría ido a parar a la casa del vecino de al lado, no a la mía, sencillamente porque no lo habría atraído con mis malas vibras y el cartelito que llevo en la frente que reza: "Hoy tienen permiso para tomarme el pelo".

Que ese gordinflón me tiene nerviosa, es cierto. Los nervios crispados me desestabilizan emocionalmente. El crochet es para disfrutar y meditar, no para para ponerse nerviosa.

Y como para ir concluyendo, si quieren contenido de valor en este post para aprender como fracasar en su microemprendimiento craft, en las líneas anteriores tienen una guía bien detallada para hacerlo todo muy mal. Sólo sigan los pasos y tienen la derrota asegurada.

Y este largo texto cumplió su cometido, reírme de mi propia desgracia para volver a mi estabilidad emocional. Como añadidura me dio soga para un nuevo post, y cómo si todo eso fuera poco, estoy segura que ustedes también se van a reír conmigo un buen rato.

Me recuerda también que es necesario que me tome la vida con calma. Como me dijo una lectora ayer: La vida no espera a qué seamos felices. La vida ya corre su propia carrera, y si no nos detenemos a observarla, a saborear sus momentos, a deleitarnos con sus mágicos instantes, nos la perdemos por andar también a las corridas de aquí para allá.

Nunca mejor dichas las palabras de mi querida amiga Silvia: "Quedate quieta un rato sin hacer nada, y dejá que la vida te alcance."






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4 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Gracias a vos Nora por leerme y por pasarte a dejar tu comentario!! Saludos!

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  2. Como siempre genial Ceci!!!.. divertido.. y reflexivo.. cuantas veces corremos y corremos sin detenernos a disfrutar los pequeños momentos.

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    1. Esa era la idea que nos ríamos un buen rato! Que suerte que lo conseguí!

      El mundo moderno un poco nos exige andar a las corridas, pero en nosotros está para un momento y disfrutar ESTE instante...

      Gracias por pasarte como siempre Anny! Te mando un abrazo! 😚

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